Vuelves. Está tan cerca, casi al alcance de
la mano. No tienes que atravesar páramos desolados para llegar a uno de los
lugares escogidos por los dioses. Aunque no es lo mismo, piensas, y preferirías
dedicar una o dos jornadas de tedioso viaje para ir a donde crees se encuentra
el paraíso terrenal, para arribar a una tierra conocida o no, en la que buscas
el lugar –tal vez inexistente- que aúne los sentidos en uno, en donde
confluyan materia y alma. No eres
consciente, aunque a veces te preguntas si el objetivo de la vida, de la tuya, ha
sido siempre el mismo, tu búsqueda primordial, el encontrar el sitio en donde todo
quede en suspenso, en donde el tiempo parado haga innecesaria la respiración,
como un útero cálido y sedoso que te envuelva, sin paredes, abierto e infinito.
Varias veces lo has rozado, han sido visiones aproximadas, y aunque tu mirada
se empeña rebuscando en todos los rincones en donde tu pie se posa, hace tiempo
que has renunciado al encuentro, que dudas de su existencia, y lo más triste es
que hace mucho que ni siquiera rozas las antesalas de tu quimera. Hace tiempo que
te conformas tan sólo con llegar a lugares hermosos. Y, ahora,
vuelves a uno de ellos. Está muy cerca, casi al alcance de la mano. No está
cubierto de verde, tu verde anhelado, pero es muy bello. Lo descubriste el pasado año y retornas con la intención de intensificar los paseos por sus caminos. Y,
sobre todo, eligiendo los momentos para realizarlos. Planificas y cronometras
el ocaso de un día de mediados de septiembre, en donde la luz va siendo
diferente, luz dorada y cálida que va dejando atrás los resplandores del estío.
Tu alegría crece ante una de las mejores puestas de sol que has vivido. Sí, sin
duda, ese es el mejor mirador de unos acantilados que te fascinan, piensas.
Y piensas en repetir la experiencia antes de
abandonar la zona. El momento apropiado llega, y quieres compartirlo, con
alguien muy cercano que te visita y que crees no conoce aquella tierra como tú. Lo
propones. Ya he estado allí, dice para tu sorpresa, unos amigos me llevaron
para contemplar la puesta de sol. Pues volvamos a ir, contestas. Subís al coche, apresurados para que el sol no se escape, y llegáis de
nuevo al lugar que te fascina. No, no, aquí no es, te dice. El lugar al que me
refiero está más alto, junto a una torre. Piensas que sabes cual. Una torre que está en tu memoria, un lugar de vistas extraordinarias, al que se accede a pie y que conociste una luminosa mañana del año anterior. Buscas con la mirada, la señalas en el horizonte.
No, no, oyes, tampoco es allí, es una torre
más alta, un lugar desde donde pueden verse las dos vertientes de los
acantilados, la de Málaga y Granada. Hacia poniente, la recortada costa repleta de calas escondidas de Maro, Nerja, y sus montañas; hacia levante la hondura de la Herradura y Almuñecar. Y de pronto, te ves siendo esta vez tú quien se deja llevar,
quien espera que le muestren un nuevo lugar en donde poder contemplar la caída
de la tarde. No dices nada, a pesar de la descripción que acabas de escuchar, piensas que no será más hermoso
que tu atalaya; tal vez por ello en el camino no preguntas demasiado y te distraes comentando
datos sobre las impresiones que te causa la zona y sobre los lugares visitados.
Abandonáis la antigua carretera nacional y subís por otra en mal estado y zigzagueante. Tu
atención, poco a poco, se va concentrando en el ascenso. Es precioso lo que
ves. Llegáis al fin del camino. Bajas del coche; te sorprende el panorama. Es increíble. Ha sido todo un azar
estar allí, podrías haber vuelto mil veces a esta tierra y podrías
haberte marchado todas sin conocer ese camino concreto que pasó desapercibido en los
mapas que sueles mirar. Pero si hace dos días estuvimos ahí mismo, en todo lo
hondo, exclamas, en una cala preciosa; lo dices como si fuera inadmisible tu
presencia en un lugar tan cercano a aquel, como si fuera inadmisible tu ignorancia.
Comienzas a hacer fotos, aun a sabiendas de que no podrán plasmar la belleza del lugar. De nuevo, te instan a seguir, a no pararte, el sol se va. Ascendéis casi
corriendo, sin aliento, un camino a pie, un caminito cuajado de piedras, entre
pinares que huelen a gloria. Y, por fin, la torre. Otra vez cámara en mano, y de
nuevo la insistencia en proseguir un poco más.
Traspasáis la torre y continuáis, rápidos, hasta el
vértice del acantilado, el que divide las vertientes, tierra aérea entre Málaga
y Granada.
¡Oh!, una pena…, escuchas a unos pasos de ti.
Han sido demasiados los altos en el camino, demasiadas
fotos, demasiado tarde... no habéis llegado a tiempo, el sol se ha ido. Pero… qué
más da...
En ese momento te da igual ya que el sol pueda o no verse. Parece
como si los sentidos se fundieran, como si materia y alma confluyeran, como si
tus pulmones no necesitaran aire en un tiempo suspendido, como si un infinito y
transparente útero te envolviera. Y aunque sabes, o crees saber, que no es el
lugar de esa tu búsqueda, e intuyes que es solo una visión aproximada como
otras que tuviste hace tiempo y que temías no volverías a tener… hay una gran diferencia... en los otros lugares
la emoción se desbordó tranquila pero, ahora, ni siquiera un esbozo
de lágrima es capaz de brotar en la quietud extrema, en el silencio inmenso,
silencio extraño que no conocías y ahora escuchas, pleno silencio de un lugar en el que te quedarías siempre, así, sin movimiento,
mirando y sintiendo, no sabes bien qué.
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