martes, 24 de mayo de 2011

La Alberca, Sierra de Francia


Escuchas el nombre: La Alberca. Primero te llega el sonido, sin significados. Lo pronuncias. El paladar se endulza. A continuación, las imágenes se agolpan. La Alberca. Una promesa de acequias, arroyos, frondosidades de grandes hojas que cubrirán siestas y paseos, piares entre ramas que gotean la miel picada de los frutos, vahos de amanecidas con olor a hierba, atardeceres malvas.

Sierra de Francia. Aun sabiendo que está al sur de Salamanca, lindando con tierras extremeñas, el subconsciente evoca montes altos, abruptos y verdes, fronterizos.

Las Batuecas. Lejanía, paraíso misterioso, profundidad perdida que promete verdades transcendentes desde soledades de silencio.

Los nombres. Las imágenes. Están ahí. Se van. Vuelven. Quedan escondidos, agazapados, dispuestos a saltar con fuerza para ceñirse a la frente, a la mirada, empujando los pies del viajero.

Llegas.

Las imágenes evocadas aparecen frente a ti como si se tratara de un espejo. Pero al momento quedan chicas, diminutas.

Piedra y entramados de madera que ascienden hasta aleros que se juntan, filtro de luces y sombras en fachadas y suelos que te enredan hacia dentro siempre, hacia la plaza de otro tiempo, época de rollos y picotas pero, ahora, inundada de color.

Al fin, La Alberca, cansada o herida de tus pasos, te suelta con suavidad y te empuja hacia los montes, solos, escarpados, azulados y violetas; sí, montes de frontera que se adentran, no en Francia, en Portugal. Subes. El Portillo te ofrece la caída de su vertiente de carretera zigzagueante, caída profunda, casi en picado, hacia el valle perdido y misterioso de Las Batuecas.

Te diriges hacia sus entrañas, sin alcanzarlas, sin descubrirlas; no se dejan, se hunden a cada paso más en la estrechez del valle. Caminas envidiando a los eremitas que habitaron, no el monasterio carmelita, sino las pequeñas ermitas que salpican el monte, al resguardo de cipreses. Añoras un hábito y un jergón desde donde mirar el cielo hondo que imaginas ofrecerán las noches de luna nueva.

Sales. No asciendes por donde bajaste, sigues el valle en dirección opuesta, hacia su entrada natural: Las Hurdes, Cáceres. Las Mestas te cobijan durante un rato. Cotinúas hacia tierra salmantina, llegando a Mogarraz, junto a La Alberca y, como ella, salpicada de castaños centenarios. Cae la noche. Los faroles se encienden sobre la piedra.





Vídeo con fotos tomadas en 2010


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